El gesto vanguardista de Marcel Duchamp, al exponer un mingitorio como obra de arte, asestó un golpe mortal al anhelo de belleza que la humanidad creía implícito en toda expresión artística. Desacreditada, ridiculizada como ideal burgués o decadente, la belleza se tomó venganza invadiéndolo todo: la moda, la publicidad, el diseño y cada rincón de la vida cotidiana. Como dice Umberto Eco en su reciente “Historia de la belleza”, nuestra época se rindió “a la orgía de la tolerancia, al imparable politeísmo de la belleza”. ¿Es posible aún hallar un criterio sobre qué es lo bello y lo feo en el arte?
Una historia de la belleza se puede transformar con mucha facilidad en una historia del mundo, sin que ello implique, por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo de épocas, y de muy distinta manera en cada una, la belleza ha sido un propósito persistente y un anhelo profundo. Desde la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis ante las maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados por un deseo de belleza. Sin olvidar por cierto lo que hoy llamaríamos formas estéticas, las cuales contribuyeron a definir la identidad de cada momento del pasado humano.
Pero en la actualidad la idea de belleza parece haber perdido el venerable, indiscutido arraigo del que gozó durante la mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas del siglo XX pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo y reconocible, incluso dejaron de aspirar a ella. La marginaron y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan tan asociadas a nuestra idea convencional del arte como la de belleza; pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia habitual del arte contemporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste?
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