Desde sus inicios, la disciplina
de la estética ha tenido una estrecha relación con el concepto de belleza.
Puede que esto haya dado pie a una idea bastante generalizada: que las dos
palabras son sinónimos.
Mucho más recientemente, esta
idea fue adoptada por peluquerías y, cómo no, “salones de belleza”, de modo que
ahora la palabra “estética” se refiere más frecuentemente que a la disciplina,
a tratamientos de belleza corporal, desde cortarse el pelo y pintarse las uñas
hasta cirugías plásticas.
Sólo basta colocar la palabra en
el buscador de imágenes de Google. En castellano y en inglés, para salir de
dudas.
Otra expresión con la que se
reemplaza la palabra “estética” de modo coloquial es “forma”. Hablamos de “la
estética de un objeto” cuando nos referimos a su aspecto externo y
tranquilamente ignoramos todas las otras connotaciones del término. Peor aún,
decimos que algo es “antiestético” cuando no nos gusta esa forma.
Las palabras mutan, por supuesto.
En estas mutaciones, los significados cambian, se descontextualizan, se
trasladan de un grupo humano a otro y eso está bien. Es lo que mantiene vivo al
lenguaje. Entonces, ¿cuál es el problema con este uso coloquial de la palabra “estética”?
El problema sucede cuando este uso se traslada a lo académico. Las aulas, las
investigaciones, las disciplinas no pueden darse el lujo de perder precisión. Y
es aquí donde el cambiar estética por belleza o estética por forma se vuelve
una práctica peligrosa.
Sólo para asegurarnos que estamos
hablando de lo mismo – y perdonen la pedantería – vamos a definir de qué trata
esto de la estética. En primer lugar es una disciplina hija de la filosofía, y
nació exactamente a mitad del siglo XVIII. Baumgarten, el primero en definirla,
dice que se trata de “la ciencia del conocimiento sensible”. Esto, en sí mismo,
no dice mucho. Con los años, filósofos, artistas y otros pensadores aportaron
distintos aspectos a esta definición y ayudaron a precisarla. Durante gran
parte del siglo XIX, por ejemplo, se pensaba que el objetivo de la estética era
establecer los criterios según los cuales un objeto era considerado bello.
A mediados del siglo XIX,
Rosenkranz escribe un libro interesante, Estética
de lo feo, en el que rescata una idea: la estética no se trata sólo de
apreciar la belleza, sino también la fealdad. Y luego de esto se van a sumar
una serie de categorías – lo grotesco, lo gracioso, lo sublime, lo horrendo –
que van a ser parte de lo que la estética estudia.
Es por eso que ahora se habla de
la experiencia estética. ¿En qué consiste? En el momento en el que sujeto y
objeto se encuentran. Entre ambos surge una reacción: el sujeto va a sentir
algo con respecto al objeto – positivo o negativo – y este algo, completamente
subjetivo, es lo que estudia la estética.
Lo bello, por lo tanto, es sólo
una parte pequeña de lo que la experiencia estética puede abarcar.
Una definición contemporánea de
la estética: es la disciplina que estudia la relación subjetiva de un sujeto
frente a un objeto. Si se da dicha reacción, se dice que se ha producido una
experiencia estética. Si no se da, se trata de una situación de total
indiferencia del sujeto frente al objeto.